Soy un iluso y me reivindico como tal. Creerán muchas personas que he perdido la cabeza y, sin embargo, nada más lejos de la realidad. Es posible que la mayoría de la gente esté pensando en la primera acepción de “iluso” que aparece recogida en el diccionario de la Real Academia Española: “engañado, seducido”. ¡Vaya! ¡Imagínense si seré tonto que reconozco que me dejo engañar! ¡No! A pesar de que la lectura no sea la actividad más popular, sigan leyendo la entrada del Diccionario. Me interesa destacar la otra acepción que recoge la antedicha Academia: “propenso a ilusionarse, soñador” –por supuesto, todo está en masculino genérico: ¡menos mal que en mi caso ello no supone tener que autorreflexionar en exceso sobre si me siento incluido o no!–.
Pues sí, señoras y señores, soy propenso a ilusionarme con los proyectos en los que me involucro o con aquellos que me ofrecen. Sueño con que, sumando esfuerzos y colaborando, es posible construir algo mejor. Claro que creo en las personas a título individual y no en colectividades que se dejan arrastrar por proyectos, pensamientos o consignas –de uno u otro signo– que aceptan y defienden a ultranza sin un intenso proceso de reflexión y crítica personales.
Soy un iluso porque creo en la importancia de los “proyectos de la ilusión”, es decir, aquellos que surgen de las esperanzas e ilusiones que ponen en ellos las personas que los proponen y tratan de llevar a cabo. Es posible que se cometan muchos errores en ese tipo de proyectos. De hecho, lo más seguro es que la mayor parte de ellos terminen fracasando, pues las ensoñaciones son realidades imaginarias que no siempre es posible materializar o no siempre como nos gustaría. Sin embargo, creo y tengo la esperanza de que sean los “proyectos de la ilusión” los que triunfen. Por supuesto, concibo los mismos como proyectos opuestos a los “proyectos del ego”. El proyecto soñado y deseado no puede ser únicamente la satisfacción personal a costa de los demás. Al igual que sucede con la libertad, desde el momento en que nuestras ilusiones pasan por destruir las de los demás, dejan de ser ilusiones. Estas deberían ser leídas siempre en clave positiva y constructiva. Por ello, aunque no siempre resulte fácil renunciar a las ilusiones propias, a veces es mejor hacerlo. ¡Fácil es decir estar arrepentido y difícil actuar para no tener que estarlo! Los “proyectos del ego”, tantas veces triunfantes, terminan por construir pequeñas tiranías. Por supuesto, aquellos que las practicas creerán que están llevando a cabo proyectos ilusionantes, pero en realidad no están viendo más que sombras y no la realidad. Quedémonos, pues, con esos “proyectos de la ilusión” de naturaleza inclusiva y que tienen por objetivo crear, fortalecer o modificar algo que permitirá construir una sociedad mejor para las gentes que habrán de venir cuando tanto los ilusos como los tiranos seamos simplemente memoria y olvido.
Creo que uno de los grandes problemas de la sociedad actual es la falta de ilusiones y, sobre todo, la ausencia de proyectos nacidos de la ilusión. En gran medida ello es comprensible, aunque no lo justifica todo. ¿Cómo sentirse animado ante el panorama general que estamos viviendo? Muchas veces reflexiono sobre ello al ver que, durante las clases, el alumnado universitario se muestra ciertamente apático. Y es que la apatía es una consecuencia natural de la falta de ilusiones. Haciendo autocrítica es cierto que poco o nada hacemos por ilusionarles. Pero, lo más grave es, ¿podemos ofrecerles ilusiones sin estar vendiéndoles realmente imposibles? No es lo mismo hablar de un “proyecto ilusionante”, que puede salir adelante o no, que ofrecer “proyectos irrealizables”.
Las expectativas laborales hace mucho tiempo que se han visto comprometidas para los universitarios. Y ello a pesar de que, de forma un tanto ilógica, la sociedad sigue viendo la universidad como una opción formativa preferible a otras. Lo que está claro es que una carrera universitaria no garantiza un empleo. Otro debate –no menos interesante– sería el de reflexionar sobre si la universidad debe ser una fiel aliada del mercado laboral. Son muchos los frentes que se podrían abordar y muy pocos los que vamos a tratar aquí, siendo nuestro objetivo hablar de las ilusiones. Partiendo, por tanto, de que al alumnado no se le va a ofrecer trabajo al terminar su formación, ¿cómo podemos ilusionarles? Creo que, ante todo, despertando su amor y curiosidad por la disciplina que hayan elegido cursar (o que le hayan impuesto, o que le hayan recomendado o en la que hayan caído por los avatares de la Fortuna). Esta tarea no siempre es fácil y, sobre todo, es prácticamente imposible cuando el propio docente carece ya de ilusión y el alumnado se presenta como un muro de hormigón tan compacto que ni la más mínima hierba lograría enraizar en alguna pequeña grieta que, en circunstancias normales, podría ir apareciendo. Lo que está claro es que sin la ilusión por conseguir un trabajo, sin la ilusión por cursar la disciplina por la que hayan sentido vocación, sin la ilusión del profesorado y sin la ilusión de currículos académicos que verdaderamente formen, estimulen y satisfagan al alumnado, este no podrá ver su actividad académica como un “proyecto de la ilusión”. Se explica entonces la desidia, la atonía, el desinterés… Nuestro reto debería ser hacerlos partícipes de nuestros propios proyectos y, entre todos, reilusionarlos de cara a convertir nuestra disciplina –sea cual sea– en un verdadero proyecto fruto de una ilusión colectiva.
Pero no solo se percibe la falta de ilusiones entre el alumnado universitario. Casi se podría decir que ello sería un mal menor. La propia sociedad parece haberse quedado sin proyectos ilusionantes. En este sentido, tal vez necesitemos volver a plantearnos, individual y colectivamente, grandes cuestiones: ¿a dónde queremos ir? ¿cómo podemos conseguirlo? ¿qué merece la pena hacer en nuestras vidas? ¿qué queremos legar a nuestros descendientes? En definitiva, es necesario incorporar la ilusión en nuestra mirada hacia el futuro. Sin embargo, ello ha de hacerse siempre partiendo de una intensa revisión del pasado y de una reflexión crítica sobre el presente: ¿qué han conseguido nuestros antepasados para nosotros? ¿cómo lo han logrado? ¿qué hemos perdido? ¿por qué lo hemos perdido? ¿cómo podemos recuperar lo que sería bueno tener de nuevo con nosotros? ¿es este el mejor mundo que podemos tener? Solo interrogándonos, debatiendo, contradiciéndonos, exponiendo públicamente nuestras ideas conseguiremos finalmente ir esbozando nuestros propios proyectos de la ilusión y, sobre todo, esos proyectos sociales inclusivos que tanto se echan de menos en la actualidad.
Uno de nuestros errores, como sociedad, ha sido asumir las ilusiones de otros y creer que los resultados obtenidos eran realidades consolidadas o que, una vez obtenidos, ya no se perderían. Sin embargo, las ilusiones, para no extinguirse, han de ser continuadas por otras nuevas, otras complementarias, otras que acrecienten su poder. Es un error, por tanto, que los que consiguen cumplir sus ilusiones se estanquen y, sobre todo, que no enseñen a las nuevas generaciones las dificultades, modos y satisfacciones que se derivan de cumplir esos “proyectos de la ilusión”. Ese error se reiteró en gran medida entre los que, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, consiguieron llevar a cabo muchos y grandes proyectos ilusionantes. Su fracaso a la hora de enseñar a sus sucesores la importancia de lo conseguido y, sobre todo, lo difícil que resulta materializar un sueño, ha supuesto, en gran medida, que ahora la desilusión se haya instalado entre nosotros. Nos vendieron simplemente el resultado, pero lo importante era saber cómo conseguirlo. Destruido el mapa que decía cómo superar las dificultades del camino, ahora resulta difícil atreverse a penetrar en el bosque una vez que se han visto agotados los recursos del claro al que ellos llegaron y en el que hemos crecido nosotros. Sin embargo, reclamo y reivindico, que, entre todos, podemos ilusionarnos de nuevo y, con nuestras mochilas, nuestros recuerdos y los propios mapas que elaboraremos sobre la marcha, podemos adentrarnos en el bosque tenebroso para buscar un nuevo lugar, una nueva meta, un nuevo sueño. Solo espero que no se nos olvide ahora tomar buena nota de todo lo que vayamos descubriendo, para legárselo a los que vengan detrás de nosotros. Rotas las ilusiones de los que nos precedieron, solo nos queda construir unas nuevas para nosotros y formar a los que vendrán en ese proyecto colectivo de generar ilusiones encadenadas.
Como viaje de grupo, los responsables de la res publica deberían ser los cabecillas del mismo. Sin embargo, parece que, en el claro del bosque al que nos han traído nuestros predecesores –ilusionados en su momento y ahora completamente desilusionados–, su profesionalización los ha convertido en acomodados residentes de la mejor zona del claro. No quieren marcharse pues ellos aún conservan sus riquezas, sus recursos, sus privilegios. Ellos dieron el paso a olvidar los “proyectos de la ilusión” para priorizar los “proyectos del ego”. Mientras tanto, otros han agotado el terrazgo fértil, han visto su error al condenarnos a la desmemoria y empezamos a sentir que teníamos que haber mantenido nuestras ilusiones a través del surgimiento de otras nuevas. Muchas veces hemos creído que las ilusiones de esos “proyectos del ego” eran ilusiones colectivas. Incluso, cuando teníamos los estómagos llenos, nos hemos creído con el derecho de imitar a los garantes de la res publica y, a pequeña escala, hemos substituido los “proyectos de la ilusión” por “microproyectos del ego”. Tal vez uno de los grandes errores haya sido la ausencia de un sentimiento de colectividad, de una ilusión colectiva, que nos haya llevado a participar de forma natural en la política. Ahora es general el desinterés y la falta de compromiso. Lo que ha triunfado es la conversión de la política en una actividad profesional más en la que la pasión, la ilusión y el pensar en la sociedad en su conjunto se han ido diluyendo. Claro que resisten algunos ilusos, por supuesto; pero lo habitual es que, tal y como ha sucedido con muchas otras profesiones –la docente en primer lugar–, al final lo que menos importa es la ilusión por el trabajo bien hecho u obtener un resultado que ilusione al conjunto de la sociedad. La profesionalización se ha convertido, desgraciadamente y, en gran medida como consecuencia de la falta de vocaciones, en la muerte de mil y un “proyectos de la ilusión”, los cuales se han visto convertidos en meros medios para conseguir “proyectos del ego”. La gente no se ilusiona enseñando, investigando, proponiendo nuevas leyes que regulen mejor las relaciones entre las gentes y los pueblos… No, la gente solo hace eso como podría estar haciendo otra cosa. Solo piensa en el dinero ganado, en el tiempo de las vacaciones durante el que podrá olvidarse de lo que hace… Piensa en sus propios proyectos al margen de la realización de actividades que, en sí mismas, podrían ser ilusionantes y verdaderos motores para hacer surgir las ilusiones de otros. No está mal tener ilusiones propias, por supuesto. El verdadero problema es la ausencia de “proyectos de la ilusión colectiva” y, sobre todo, que las ilusiones personales terminen por derivar en “proyectos del ego”
Por tanto, ¿cómo no comprender la desilusión generalizada de nuestra sociedad? Por supuesto que lo hago. Pero ello no es excusa como para que no tratemos de poner remedio a la situación. A estas alturas, el claro del bosque se ha transformado en un ambiente irrespirable, oscuro, nocivo. No cuenta ni con buenos técnicos-gestores, ni con ciudadanos ilusos. Mejor dicho, de estos últimos hay muchos. Pero no si partimos de la segunda acepción de “iluso”, sino de la primera. Y, en todo caso, brillan por su ausencia los ciudadanos ilusionantes. Todo ello no es bueno. Por eso, necesitamos acabar, cada vez con más urgencia, con los “proyectos del ego” (sean micro o macro) y emprender una nueva aventura por el bosque. Una aventura llena de ilusión, con metas ilusionantes y con ilusos que la lleven a cabo y que guarden memoria de la misma, para enseñar a los que los sucedan que, con sus ilusiones, pueden dar continuidad a las de ellos y que, con “proyectos de la ilusión”, si no todo es posible, al menos es posible que todo sea un poco mejor.
¡Soy un iluso! Lo reconozco. Mi vocación siempre ha guiado mis pasos y, no sin dificultades, puedo afirmar que creo en un “proyecto de la ilusión”. Por ello, me adentraré en el bosque. Es posible que no volvamos a vernos pero, con la esperanza de que sí suceda, solo me queda decirles: ¡Hasta la vista!
Pues sí, señoras y señores, soy propenso a ilusionarme con los proyectos en los que me involucro o con aquellos que me ofrecen. Sueño con que, sumando esfuerzos y colaborando, es posible construir algo mejor. Claro que creo en las personas a título individual y no en colectividades que se dejan arrastrar por proyectos, pensamientos o consignas –de uno u otro signo– que aceptan y defienden a ultranza sin un intenso proceso de reflexión y crítica personales.
Soy un iluso porque creo en la importancia de los “proyectos de la ilusión”, es decir, aquellos que surgen de las esperanzas e ilusiones que ponen en ellos las personas que los proponen y tratan de llevar a cabo. Es posible que se cometan muchos errores en ese tipo de proyectos. De hecho, lo más seguro es que la mayor parte de ellos terminen fracasando, pues las ensoñaciones son realidades imaginarias que no siempre es posible materializar o no siempre como nos gustaría. Sin embargo, creo y tengo la esperanza de que sean los “proyectos de la ilusión” los que triunfen. Por supuesto, concibo los mismos como proyectos opuestos a los “proyectos del ego”. El proyecto soñado y deseado no puede ser únicamente la satisfacción personal a costa de los demás. Al igual que sucede con la libertad, desde el momento en que nuestras ilusiones pasan por destruir las de los demás, dejan de ser ilusiones. Estas deberían ser leídas siempre en clave positiva y constructiva. Por ello, aunque no siempre resulte fácil renunciar a las ilusiones propias, a veces es mejor hacerlo. ¡Fácil es decir estar arrepentido y difícil actuar para no tener que estarlo! Los “proyectos del ego”, tantas veces triunfantes, terminan por construir pequeñas tiranías. Por supuesto, aquellos que las practicas creerán que están llevando a cabo proyectos ilusionantes, pero en realidad no están viendo más que sombras y no la realidad. Quedémonos, pues, con esos “proyectos de la ilusión” de naturaleza inclusiva y que tienen por objetivo crear, fortalecer o modificar algo que permitirá construir una sociedad mejor para las gentes que habrán de venir cuando tanto los ilusos como los tiranos seamos simplemente memoria y olvido.
Creo que uno de los grandes problemas de la sociedad actual es la falta de ilusiones y, sobre todo, la ausencia de proyectos nacidos de la ilusión. En gran medida ello es comprensible, aunque no lo justifica todo. ¿Cómo sentirse animado ante el panorama general que estamos viviendo? Muchas veces reflexiono sobre ello al ver que, durante las clases, el alumnado universitario se muestra ciertamente apático. Y es que la apatía es una consecuencia natural de la falta de ilusiones. Haciendo autocrítica es cierto que poco o nada hacemos por ilusionarles. Pero, lo más grave es, ¿podemos ofrecerles ilusiones sin estar vendiéndoles realmente imposibles? No es lo mismo hablar de un “proyecto ilusionante”, que puede salir adelante o no, que ofrecer “proyectos irrealizables”.
Las expectativas laborales hace mucho tiempo que se han visto comprometidas para los universitarios. Y ello a pesar de que, de forma un tanto ilógica, la sociedad sigue viendo la universidad como una opción formativa preferible a otras. Lo que está claro es que una carrera universitaria no garantiza un empleo. Otro debate –no menos interesante– sería el de reflexionar sobre si la universidad debe ser una fiel aliada del mercado laboral. Son muchos los frentes que se podrían abordar y muy pocos los que vamos a tratar aquí, siendo nuestro objetivo hablar de las ilusiones. Partiendo, por tanto, de que al alumnado no se le va a ofrecer trabajo al terminar su formación, ¿cómo podemos ilusionarles? Creo que, ante todo, despertando su amor y curiosidad por la disciplina que hayan elegido cursar (o que le hayan impuesto, o que le hayan recomendado o en la que hayan caído por los avatares de la Fortuna). Esta tarea no siempre es fácil y, sobre todo, es prácticamente imposible cuando el propio docente carece ya de ilusión y el alumnado se presenta como un muro de hormigón tan compacto que ni la más mínima hierba lograría enraizar en alguna pequeña grieta que, en circunstancias normales, podría ir apareciendo. Lo que está claro es que sin la ilusión por conseguir un trabajo, sin la ilusión por cursar la disciplina por la que hayan sentido vocación, sin la ilusión del profesorado y sin la ilusión de currículos académicos que verdaderamente formen, estimulen y satisfagan al alumnado, este no podrá ver su actividad académica como un “proyecto de la ilusión”. Se explica entonces la desidia, la atonía, el desinterés… Nuestro reto debería ser hacerlos partícipes de nuestros propios proyectos y, entre todos, reilusionarlos de cara a convertir nuestra disciplina –sea cual sea– en un verdadero proyecto fruto de una ilusión colectiva.
Pero no solo se percibe la falta de ilusiones entre el alumnado universitario. Casi se podría decir que ello sería un mal menor. La propia sociedad parece haberse quedado sin proyectos ilusionantes. En este sentido, tal vez necesitemos volver a plantearnos, individual y colectivamente, grandes cuestiones: ¿a dónde queremos ir? ¿cómo podemos conseguirlo? ¿qué merece la pena hacer en nuestras vidas? ¿qué queremos legar a nuestros descendientes? En definitiva, es necesario incorporar la ilusión en nuestra mirada hacia el futuro. Sin embargo, ello ha de hacerse siempre partiendo de una intensa revisión del pasado y de una reflexión crítica sobre el presente: ¿qué han conseguido nuestros antepasados para nosotros? ¿cómo lo han logrado? ¿qué hemos perdido? ¿por qué lo hemos perdido? ¿cómo podemos recuperar lo que sería bueno tener de nuevo con nosotros? ¿es este el mejor mundo que podemos tener? Solo interrogándonos, debatiendo, contradiciéndonos, exponiendo públicamente nuestras ideas conseguiremos finalmente ir esbozando nuestros propios proyectos de la ilusión y, sobre todo, esos proyectos sociales inclusivos que tanto se echan de menos en la actualidad.
Uno de nuestros errores, como sociedad, ha sido asumir las ilusiones de otros y creer que los resultados obtenidos eran realidades consolidadas o que, una vez obtenidos, ya no se perderían. Sin embargo, las ilusiones, para no extinguirse, han de ser continuadas por otras nuevas, otras complementarias, otras que acrecienten su poder. Es un error, por tanto, que los que consiguen cumplir sus ilusiones se estanquen y, sobre todo, que no enseñen a las nuevas generaciones las dificultades, modos y satisfacciones que se derivan de cumplir esos “proyectos de la ilusión”. Ese error se reiteró en gran medida entre los que, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, consiguieron llevar a cabo muchos y grandes proyectos ilusionantes. Su fracaso a la hora de enseñar a sus sucesores la importancia de lo conseguido y, sobre todo, lo difícil que resulta materializar un sueño, ha supuesto, en gran medida, que ahora la desilusión se haya instalado entre nosotros. Nos vendieron simplemente el resultado, pero lo importante era saber cómo conseguirlo. Destruido el mapa que decía cómo superar las dificultades del camino, ahora resulta difícil atreverse a penetrar en el bosque una vez que se han visto agotados los recursos del claro al que ellos llegaron y en el que hemos crecido nosotros. Sin embargo, reclamo y reivindico, que, entre todos, podemos ilusionarnos de nuevo y, con nuestras mochilas, nuestros recuerdos y los propios mapas que elaboraremos sobre la marcha, podemos adentrarnos en el bosque tenebroso para buscar un nuevo lugar, una nueva meta, un nuevo sueño. Solo espero que no se nos olvide ahora tomar buena nota de todo lo que vayamos descubriendo, para legárselo a los que vengan detrás de nosotros. Rotas las ilusiones de los que nos precedieron, solo nos queda construir unas nuevas para nosotros y formar a los que vendrán en ese proyecto colectivo de generar ilusiones encadenadas.
Como viaje de grupo, los responsables de la res publica deberían ser los cabecillas del mismo. Sin embargo, parece que, en el claro del bosque al que nos han traído nuestros predecesores –ilusionados en su momento y ahora completamente desilusionados–, su profesionalización los ha convertido en acomodados residentes de la mejor zona del claro. No quieren marcharse pues ellos aún conservan sus riquezas, sus recursos, sus privilegios. Ellos dieron el paso a olvidar los “proyectos de la ilusión” para priorizar los “proyectos del ego”. Mientras tanto, otros han agotado el terrazgo fértil, han visto su error al condenarnos a la desmemoria y empezamos a sentir que teníamos que haber mantenido nuestras ilusiones a través del surgimiento de otras nuevas. Muchas veces hemos creído que las ilusiones de esos “proyectos del ego” eran ilusiones colectivas. Incluso, cuando teníamos los estómagos llenos, nos hemos creído con el derecho de imitar a los garantes de la res publica y, a pequeña escala, hemos substituido los “proyectos de la ilusión” por “microproyectos del ego”. Tal vez uno de los grandes errores haya sido la ausencia de un sentimiento de colectividad, de una ilusión colectiva, que nos haya llevado a participar de forma natural en la política. Ahora es general el desinterés y la falta de compromiso. Lo que ha triunfado es la conversión de la política en una actividad profesional más en la que la pasión, la ilusión y el pensar en la sociedad en su conjunto se han ido diluyendo. Claro que resisten algunos ilusos, por supuesto; pero lo habitual es que, tal y como ha sucedido con muchas otras profesiones –la docente en primer lugar–, al final lo que menos importa es la ilusión por el trabajo bien hecho u obtener un resultado que ilusione al conjunto de la sociedad. La profesionalización se ha convertido, desgraciadamente y, en gran medida como consecuencia de la falta de vocaciones, en la muerte de mil y un “proyectos de la ilusión”, los cuales se han visto convertidos en meros medios para conseguir “proyectos del ego”. La gente no se ilusiona enseñando, investigando, proponiendo nuevas leyes que regulen mejor las relaciones entre las gentes y los pueblos… No, la gente solo hace eso como podría estar haciendo otra cosa. Solo piensa en el dinero ganado, en el tiempo de las vacaciones durante el que podrá olvidarse de lo que hace… Piensa en sus propios proyectos al margen de la realización de actividades que, en sí mismas, podrían ser ilusionantes y verdaderos motores para hacer surgir las ilusiones de otros. No está mal tener ilusiones propias, por supuesto. El verdadero problema es la ausencia de “proyectos de la ilusión colectiva” y, sobre todo, que las ilusiones personales terminen por derivar en “proyectos del ego”
Por tanto, ¿cómo no comprender la desilusión generalizada de nuestra sociedad? Por supuesto que lo hago. Pero ello no es excusa como para que no tratemos de poner remedio a la situación. A estas alturas, el claro del bosque se ha transformado en un ambiente irrespirable, oscuro, nocivo. No cuenta ni con buenos técnicos-gestores, ni con ciudadanos ilusos. Mejor dicho, de estos últimos hay muchos. Pero no si partimos de la segunda acepción de “iluso”, sino de la primera. Y, en todo caso, brillan por su ausencia los ciudadanos ilusionantes. Todo ello no es bueno. Por eso, necesitamos acabar, cada vez con más urgencia, con los “proyectos del ego” (sean micro o macro) y emprender una nueva aventura por el bosque. Una aventura llena de ilusión, con metas ilusionantes y con ilusos que la lleven a cabo y que guarden memoria de la misma, para enseñar a los que los sucedan que, con sus ilusiones, pueden dar continuidad a las de ellos y que, con “proyectos de la ilusión”, si no todo es posible, al menos es posible que todo sea un poco mejor.
¡Soy un iluso! Lo reconozco. Mi vocación siempre ha guiado mis pasos y, no sin dificultades, puedo afirmar que creo en un “proyecto de la ilusión”. Por ello, me adentraré en el bosque. Es posible que no volvamos a vernos pero, con la esperanza de que sí suceda, solo me queda decirles: ¡Hasta la vista!