El silencio. Esa terrible ausencia de sonido le acompañaba allá donde iba. Desde que nació, parecía anunciársele la soledad en la que fue cayendo irremediablemente a lo largo de su vida. Ni siquiera lanzó un berrido al llegar al mundo y a nadie pareció importarle demasiado. Un azote, un pequeño quejido y el niño fue abandonado sobre el pecho de una madre que, en la soledad de la maternidad, lamentaba la ausencia de su marido en lugar de disfrutar de la presencia de su hijo.
Cuando creció, el silencio y la soledad fueron trazando zanjas entre él y sus compañeros. Ni su pensamiento, ni sus inquietudes, ni su temperamento se convirtieron en atractivos que le granjeasen la cercanía de la amistad. Así que desde la adolescencia, prácticamente dejó de escucharse su voz en la escuela y en las calles. El viento, el sol, la lluvia... todos fueron olvidando el sonido de sus palabras. Llovía y a su alrededor hasta las gotas huían de su silencio dejándolo en la más absoluta soledad. Nunca más se mojó, nunca más se quemó, nunca más sintió que el viento lo despeinaba. A su alrededor se consolidaba el abismo de la ausencia.
También poco más que un susurro era su voz en casa y, tal vez por ello, los suyos apenas parecían tenerlo en cuenta. Y lo hacían más por la costumbre y por los remordimientos de conciencia ante lo que se debía hacer con un miembro de la familia que por sentir la necesidad de estar con él compartiendo momentos de una vida que avanzaba y se escapaba a cada minuto. Precisamente, al ser conscientes de que pasaban los días, los meses y los años, poco a poco fueron prescindiendo de él para no desaprovechar sus propias vidas con silencios y vacíos. Si antes siempre se dormían mientras lo acompañaban, poco a poco se fueron despertando al abandonar su compañía silenciosa y cambiarla por la vitalidad de los murmullos y las voces de otros. Lejos de él, todo eran palabras, movimientos, canciones. Todo era vida.
Y así, poco a poco fue avanzando aún más hacia el abismo de la nada, del silencio, de la soledad...
Entonces el azar de las pasiones llegó a su vida. Sintió rencor por saberse una presencia inexistente hasta el momento. Pero se calmó ante un hecho trascendental. Conoció a alguien que parecía soportar su presencia ausente y comenzó a amar. Tenía la esperanza de que el silencio desapareciese, de que las distancias entre él y todo aquello que estaba vivo se acortasen. Pero, los sueños a veces simplemente son eso. Y poco a poco se dio cuenta de que sus palabras, tal vez por lo desacostumbradas que estaban a salir y por la torpeza con la que cobraban vida, caían en la nada al poco de salir de su garganta delicada y dolorida. Ninguna parecía llegar a los oídos de los demás, ni siquiera a aquellos de la persona amada. Todas se precipitaban al vacío que le rodeaba. De nada le valía amar para no ser escuchado. Oía a los demás, pero no a sí mismo. Los demás se oían a sí mismos, pero no a él. Se sabía rodeado por las palabras de otros, pero sentía que alguien lo había introducido en una vitrina de la que no podía huir ya. Él era sin ser. Él solo era silencio y voz inaudible. Entonces se sitió más y más solo.
En realidad sabía que, incluso aunque su cuerpo cohabitase con otro cuerpo en la hoguera de la pasión, su alma, su corazón y sus pensamientos seguirían en la más absoluta soledad y abandono. En su lucha por matar la ausencia, nadie parecía estar realmente interesado en sacar de su boca una retahíla de palabras alegres o tristes para escucharlas. Él apenas era carne y huesos insuflados de vida. Nada más. A nadie le importaba que las zanjas de soledad de antaño se fuesen convirtiendo en abismos de la nada. A su alrededor el precipicio del silencio y de la ausencia era ya un descenso directo al fuego de los infiernos. Entonces pensó que al menos allí sus gritos serían escuchados. Deseó que su garganta vibrase con la potencia del mayor de los sufrimientos para romper el silencio que le rodeaba. Su silencio sería aniquilado y la soledad de su alma tal vez desaparecería. Merecería la pena la huída con tal de sentirse escuchado aunque fuese por él mismo.
Apenas un paso y se abandonó a la caída. Y en la caída se vio solo. Ni su voz le acompañó. Después llegó la nada. El más negro de los silencios. La ausencia de todo.
Toda su vida había temido a la soledad aunque irremediablemente todo le había llevado a caer en ella. Al final, la soledad más absoluta también le acompañaba en la muerte. Entonces comenzó a llorar. Cada lágrima contenía su voz reprimida, su voz ausente, su voz antaño silenciosa. Y rodeado de palabras mojadas pasó la eternidad. Sus ojos se habían convertido en un manantial interminable de palabras. Unas hermosas, otras afiladas como el peor de los puñales. Todas eran suyas. Nadie las había querido escuchar en vida cuando solo necesitaban una caricia para salir. Por ello, en su voz todo habían sido gruñidos y silencios. Nadie se había parado a penetrar realmente en la barrera de su soledad donde había un todo universo por descubrir. Pero ahora nadaba entre sus palabras. Al final se oía a sí mismo. Escuchaba su voz, una voz que regaba los campos oscuros del vacío eterno esperando que cualquiera la escuchase. El silencio no existía. Estando solo, la soledad había huido al fin.
Miguel García-Fernández
Las nuevas ruinas de Kyel XaFeNé
Cuando creció, el silencio y la soledad fueron trazando zanjas entre él y sus compañeros. Ni su pensamiento, ni sus inquietudes, ni su temperamento se convirtieron en atractivos que le granjeasen la cercanía de la amistad. Así que desde la adolescencia, prácticamente dejó de escucharse su voz en la escuela y en las calles. El viento, el sol, la lluvia... todos fueron olvidando el sonido de sus palabras. Llovía y a su alrededor hasta las gotas huían de su silencio dejándolo en la más absoluta soledad. Nunca más se mojó, nunca más se quemó, nunca más sintió que el viento lo despeinaba. A su alrededor se consolidaba el abismo de la ausencia.
También poco más que un susurro era su voz en casa y, tal vez por ello, los suyos apenas parecían tenerlo en cuenta. Y lo hacían más por la costumbre y por los remordimientos de conciencia ante lo que se debía hacer con un miembro de la familia que por sentir la necesidad de estar con él compartiendo momentos de una vida que avanzaba y se escapaba a cada minuto. Precisamente, al ser conscientes de que pasaban los días, los meses y los años, poco a poco fueron prescindiendo de él para no desaprovechar sus propias vidas con silencios y vacíos. Si antes siempre se dormían mientras lo acompañaban, poco a poco se fueron despertando al abandonar su compañía silenciosa y cambiarla por la vitalidad de los murmullos y las voces de otros. Lejos de él, todo eran palabras, movimientos, canciones. Todo era vida.
Y así, poco a poco fue avanzando aún más hacia el abismo de la nada, del silencio, de la soledad...
Entonces el azar de las pasiones llegó a su vida. Sintió rencor por saberse una presencia inexistente hasta el momento. Pero se calmó ante un hecho trascendental. Conoció a alguien que parecía soportar su presencia ausente y comenzó a amar. Tenía la esperanza de que el silencio desapareciese, de que las distancias entre él y todo aquello que estaba vivo se acortasen. Pero, los sueños a veces simplemente son eso. Y poco a poco se dio cuenta de que sus palabras, tal vez por lo desacostumbradas que estaban a salir y por la torpeza con la que cobraban vida, caían en la nada al poco de salir de su garganta delicada y dolorida. Ninguna parecía llegar a los oídos de los demás, ni siquiera a aquellos de la persona amada. Todas se precipitaban al vacío que le rodeaba. De nada le valía amar para no ser escuchado. Oía a los demás, pero no a sí mismo. Los demás se oían a sí mismos, pero no a él. Se sabía rodeado por las palabras de otros, pero sentía que alguien lo había introducido en una vitrina de la que no podía huir ya. Él era sin ser. Él solo era silencio y voz inaudible. Entonces se sitió más y más solo.
En realidad sabía que, incluso aunque su cuerpo cohabitase con otro cuerpo en la hoguera de la pasión, su alma, su corazón y sus pensamientos seguirían en la más absoluta soledad y abandono. En su lucha por matar la ausencia, nadie parecía estar realmente interesado en sacar de su boca una retahíla de palabras alegres o tristes para escucharlas. Él apenas era carne y huesos insuflados de vida. Nada más. A nadie le importaba que las zanjas de soledad de antaño se fuesen convirtiendo en abismos de la nada. A su alrededor el precipicio del silencio y de la ausencia era ya un descenso directo al fuego de los infiernos. Entonces pensó que al menos allí sus gritos serían escuchados. Deseó que su garganta vibrase con la potencia del mayor de los sufrimientos para romper el silencio que le rodeaba. Su silencio sería aniquilado y la soledad de su alma tal vez desaparecería. Merecería la pena la huída con tal de sentirse escuchado aunque fuese por él mismo.
Apenas un paso y se abandonó a la caída. Y en la caída se vio solo. Ni su voz le acompañó. Después llegó la nada. El más negro de los silencios. La ausencia de todo.
Toda su vida había temido a la soledad aunque irremediablemente todo le había llevado a caer en ella. Al final, la soledad más absoluta también le acompañaba en la muerte. Entonces comenzó a llorar. Cada lágrima contenía su voz reprimida, su voz ausente, su voz antaño silenciosa. Y rodeado de palabras mojadas pasó la eternidad. Sus ojos se habían convertido en un manantial interminable de palabras. Unas hermosas, otras afiladas como el peor de los puñales. Todas eran suyas. Nadie las había querido escuchar en vida cuando solo necesitaban una caricia para salir. Por ello, en su voz todo habían sido gruñidos y silencios. Nadie se había parado a penetrar realmente en la barrera de su soledad donde había un todo universo por descubrir. Pero ahora nadaba entre sus palabras. Al final se oía a sí mismo. Escuchaba su voz, una voz que regaba los campos oscuros del vacío eterno esperando que cualquiera la escuchase. El silencio no existía. Estando solo, la soledad había huido al fin.
Miguel García-Fernández
Las nuevas ruinas de Kyel XaFeNé